Crecí entre libros olvidados
cerca del castillo musulmán,
donde amarillentos sabios crujían
contra la tierna soledad de aquellos
ojos.
Más tarde descubrí el fuego de la
vida
y con ahínco prendí las páginas
heridas de mi adolescencia,
esforzándome en balde por el ser humano
derroché todos aquellos años
como un auténtico suicida.
Los muertos preferidos me habían enseñado
que sus años de carne y hueso
habían resultado desastrosos
¡oh maestros inmortales!
En el temor confuso de vivir
languidecí entre las subrayadas páginas del
éter,
caí extrañado en la región ignota
de pájaros acristalados y grillos,
junto al lúcido peligro del hidalgo.
Pasado el tiempo que no pasa
y con el ánimo de los antiguos
me reencontré entero en una nueva
senda,
franqueé cárceles amables,
me despedí de los apacibles muros de piedra
que habían cobijado inútilmente
una esperanza de laurel.
Así fue como lo abandoné todo,
estaba escrito en la nutritiva piel del
silencio
y en todos los crucigramas reflectantes de este techo de cristal.
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