26 octubre, 2009

Los poetas (Azorín)

Contemplemos imaginariamente a un poeta; este poeta es Rilke o es Verdaguer. Siente hondamente la poesía; la poesía mana en su cerebro, en toda su personalidad, como el agua en un surtidor; aunque pusieramos la mano en un surtidor, en un manadero, en el caño de una fuentecita fluente -muchas veces lo hemos hecho-, el agua, sin poder reprimirse, se escaparía por entre nuestros dedos. El poeta que estamos imaginando siente, vive, se produce en todos los momentos en poesía. La realidad exterior es para él material continuo de poesía; ve esta realidad, no prosaicamente como los demás mortales, sino en pura, prístina, delicada poesía. Para ver así la realidad, el poeta tiene que vivir entregado a sí mismo. Durante la adolescencia, tal vez la forma, la luz, las líneas, las apariencias de las cosas, dominen el espíritu de esas mismas cosas.

No importa, no importa por ahora. Con esas líneas, ese color, esas exterioridades de la realidad, se pueden también tejer bellos poemas. La realidad cantará ella sola, espléndidamente, en los versos del poeta. Pero ¿no pasa el tiempo? ¿No sigue su curso eterno, inexorable, el universo con las cosas contenidas en él, con el color, con la línea, con la forma? Ya los ojos del poeta van viendo la realidad de otro modo; un ceño ideal -melancolía, duda, decepción- se muestra en la frente del elegido; el gesto de sus manos es más lento. El poeta se va concentrando sobre sí mismo. Y al mismo tiempo va surgiendo en él una sensación extraña, una vaga aprensión que antes no tenía. Al principio, el poeta casi no se da cuenta. Sí, es eso; una vaga aprensión. Pero ¿aprensión de qué? Ante la blanca cuartilla, el poeta se ha detenido un momento. No se había detenido nunca antes de este momento; siempre su pluma había corrido ligera, rauda. Y ahora... El mundo exterior, la forma, la luz, ¿tendrán la importancia que el poeta les da? Si aprisionamos todo esto en bellos versos, ¿todo esto no será un poco vano, en resumen de cuentas? Detrás de las formas externas existe otra cosa; aprisionar ese algo misterioso no estan fácil como expresar la luz, la forma y el color. Intentamos recoger en las cuartillas un poco de ese espíritu misterioso. El poeta ahora, en este instante, se siente con fuerzas para ello; su vocabulario se prestaría fácil, dúctil, a la empresa. Las tentativas suceden a las tentativas; el poeta va perdiendo la serenidad del comienzo. La vaga aprensión de que hablábamos antes se convierte en miedo. Sí, en miedo. En la continua meditación, esta realidad, que al principio encontrábamos tan espléndida, vivaz, desbordante de vida, ha ido convirtiéndose en una enemiga nuestra. El poeta lucha por recoger, prender, aprisionar en sus versos un poco del espíritu de las cosas; pero la realidad externa es tan visible, tan manifiesta, tan fuerte, que se sobrepone a todo.

Y en este punto el poeta pierde el dominio de sí mismo; comienza a dudar de sí propio. Entregado a sí mismo, en su meditar constante, las cosas han adquirido unas proporciones que para los demás mortales no tienen. Los sentidos todos del poeta han ido adquiriendo una sensibilidad excepcional; ve el poeta en el mundo, entre las cosas, relaciones misteriosas, profundas, que los demás no perciben. Todo se agranda, se agiganta para el poeta; incidentes que para los demás son desdeñables, simplemente ingratos, son, para el ser elegido por las Musas, intolerables, dolorosísimos. Se refugia el poeta en el mundo del espíritu; se entrega a sí mismo. Pero entregarse a sí mismo, sin prescindir de los demás, es empresa imposible. Poco a poco, buscando la soledad, va apartándose el poeta del mundo; limita sus amistades, evita el encontrarse en los concursos y congregaciones humanas. De este modo, la realidad brusca, áspera, brutal, tendrá menos influencia sobre él; la esencia de las cosas podrá por él ser mejor aprisionada. Pero, por otro lado, a medida que el espíritu propio, la esencia de su personalidad vive más aislada del mundo exterior, del trato de las gentes, el miedo a perderse a sí mismo, a perder su personalidad, va siendo más profundo, más intenso. Sí, el mundo externo, la realidad, puede robarnos nuestra personalidad; puede llegar un momento en que, ante las cuartillas, no sintamos ya aquella divina emoción que sentíamos antes; no se dará este hecho doloroso de pronto; se producirá poco a poco. ¿Por qué hoy hemos rasgado una cuartilla, y después otra, y luego otra? ¿No escribíamos antes de corrido, alegre y voluptuosamente? ¿Somos nosotros mismos quienes escribimos ahora, o es otro distinto de nosotros?

En la aprensión, en el miedo del poeta, el factor del determinismo material es lo de menos; él sabe, sí, que el espíritu está influido por la materia. Pero existe para él otro mundo más alto, más sutil, de relaciones entre las cosas. No entra el poeta en análisis filosóficos, científicos, de estos fenómenos extraños. Lo esencial es que él percibe cada día, cada hora, cada minuto, que la realidad, la materia, la tosquedad del trato humano, las palabras rudas de amigos y conocidos, los gestos violentos, entran ahora en su espíritu con más fuerza que antes. Y enran con más fuerza, con más ímpetu, porque su sensibilidad, con el continuado laborar, con el constante hábito de las cuartillas, es más aguda, más terriblemente aguda, que antes. Y él percibe claramente, dándose cuenta del hecho, como un enfermo que se diese cuenta de su enfermedad y de su fin próximo; él percibe con claridad que, al tener la entrada libre en su ser la rudeza, la grosería, la violencia ambiente, será difícil, cada vez más difícil, la permanencia en él de lo fino, lo selecto, lo delicado. En suma, su personalidad se irá perdiendo. Ya no será el mismo que era antes. Lo que hacía su persona precisamente lo ha perdido. Por ser más sutil, más sensible, más delicado que los demás, va a tener una penalidad, un castigo que no tienen los demás. La realidad externa, brusca, gruesa, ruda, entrará en esta personalidad, debilitada por la meditación, con más fuerza que en otras.

Y el poeta siente un miedo terrible, angustioso. Y para evitar el mal inevitable, restringe más el círculo de su vida, se encierra más en sí mismo, hace su soledad más densa. Y este remedio que él busca se vuelve contra él. Pero ¿podía este ser sensitivo, mórbido, hacer otra cosa? Si se lo propusiera, ¿podría volver de pronto, como recurso heroico, al estrépito, a la vorágine ruidosa, al comercio frívolo y brutal de los humanos?

No, no podría; para él no hay ya esperanzas; no tiene más remedio el poeta que ir, cada día más, hundiéndose en la soledad, huyendo de las cosas, tratando de evitar heroicamente, con esfuerzos íntimos y trágicos, este posesionarse de su espíritu que la realidad exterior intenta.

Y éste es uno de los aspectos de la tragedia de los grandes poetas.


Extraído del libro "ANDANDO Y PENSANDO (NOTAS DE UN TRANSEÚNTE) 1929" Capítulo XX "Los poetas"