30 octubre, 2010

El día de Difuntos de 1836


Fígaro en el cementerio

Mariano José de Larra


Beati qui moriuntur in domino





En atención a que no tengo gran memoria, circunstancia que no deja de contribuir a esta especie de felicidad que dentro de mí mismo me he formado, no tengo muy presente en qué artículo escribí (en los tiempos en que yo escribía) que vivía en un perpetuo asombro de cuantas cosas a mi vista se presentaban. Pudiera suceder también que no hubiera escrito tal cosa en ninguna parte, cuestión en verdad que dejaremos a un lado por harto poco importante en época en que nadie parece acordarse de lo que ha dicho ni de lo que otros han hecho. Pero suponiendo que así fuese, hoy, día de difuntos de 1836, declaro que si tal dije, es como si nada hubiera dicho, porque en la actualidad maldito si me asombro de cosa alguna. He visto tanto, tanto, tanto... como dice alguien en El Califa. Lo que sí me sucede es no comprender claramente todo lo que veo, y así es que al amanecer un día de difuntos no me asombra precisamente que haya tantas gentes que vivan; sucédeme, sí, que no lo comprendo.

En esta duda estaba deliciosamente entretenido el día de los Santos, y fundado en el antiguo refrán que dice: Fíate en la Virgen y no corras (refrán cuyo origen no se concibe en un país tan eminentemente cristiano como el nuestro), encomendábame a todos ellos con tanta esperanza, que no tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía; pero de aquellas melancolías de que sólo un liberal español en estas circunstancias puede formar una idea aproximada. Quiero dar una idea de esta melancolía; un hombre que cree en la amistad y llega a verla por dentro, un inexperto que se ha enamorado de una mujer, un heredero cuyo tío indiano muere de repente sin testar, un tenedor de bonos de Cortes, una viuda que tiene asignada pensión sobre el tesoro español, un diputado elegido en las penúltimas elecciones, un militar que ha perdido una pierna por el Estatuto, y se ha quedado sin pierna y sin Estatuto, un grande que fue liberal por ser prócer, y que se ha quedado sólo liberal, un general constitucional que persigue a Gómez, imagen fiel del hombre corriendo siempre tras la felicidad sin encontrarla en ninguna parte, un redactor del Mundo en la cárcel en virtud de la libertad de imprenta, un ministro de España y un rey, en fin, constitucional, son todos seres alegres y bulliciosos, comparada su melancolía con aquella que a mí me acosaba, me oprimía y me abrumaba en el momento de que voy hablando.

Volvíame y me revolvía en un sillón de estos que parecen camas, sepulcro de todas mis meditaciones, y ora me daba palmadas en la frente, como si fuese mi mal de casado, ora sepultaba las manos en mis faltriqueras, a guisa de buscar mi dinero, como si mis faltriqueras fueran el pueblo español y mis dedos otros tantos gobiernos, ora alzaba la vista al cielo como si en calidad de liberal no me quedase más esperanza que en él, ora la bajaba avergonzado como quien ve un faccioso más, cuando un sonido lúgubre y monótono, semejante al ruido de los partes, vino a sacudir mi entorpecida existencia.

–¡Día de Difuntos! –exclamé.

Y el bronce herido que anunciaba con lamentable clamor la ausencia eterna de los que han sido, parecía vibrar más lúgubre que ningún año, como si presagiase su propia muerte. Ellas también, las campanas, han alcanzado su última hora, y sus tristes acentos son el estertor del moribundo; ellas también van a morir a manos de la libertad, que todo lo vivifica, y ellas serán las únicas en España ¡santo Dios!, que morirán colgadas. ¡Y hay justicia divina!

La melancolía llegó entonces a su término; por una reacción natural cuando se ha agotado una situación, ocurriome de pronto que la melancolía es la cosa más alegre del mundo para los que la ven, y la idea de servir yo entero de diversión...

–¡Fuera –exclamé–, fuera! –como si estuviera viendo representar a un actor español–: ¡fuera! –como si oyese hablar a un orador en las Cortes. Y arrojeme a la calle; pero en realidad con la misma calma y despacio como si tratase de cortar la retirada a Gómez.

Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas en otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio! ¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!

Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo.

Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles del grande osario.

–¡Necios! –decía a los transeúntes–. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí les puso, y ésa la obedecen.

–¿Qué monumento es éste? -exclamé al comenzar mi paseo por el vasto cementerio–. ¿Es él mismo un esqueleto inmenso de los siglos pasados o la tumba de otros esqueletos? «¡Palacio!» Por un lado mira a Madrid, es decir, a las demás tumbas; por otro mira a Extremadura, esa provincia virgen... como se ha llamado hasta ahora. Al llegar aquí me acordé del verso de Quevedo: «Y ni los v... ni los diablos veo». En el frontispicio decía: «Aquí yace el trono; nació en el reinado de Isabel la Católica, murió en La Granja de un aire colado». En el basamento se veían cetro y corona y demás ornamentos de la dignidad real. «La Legitimidad», figura colosal de mármol negro, lloraba encima. Los muchachos se habían divertido en tirarle piedras, y la figura maltratada llevaba sobre sí las muestras de la ingratitud.

¿Y este mausoleo a la izquierda? «La armería.» Leamos:

«Aquí yace el valor castellano, con todos sus pertrechos».

Los Ministerios: «Aquí yace media España; murió de la otra media».

Doña María de Aragón: «Aquí yacen los tres años».

Y podía haberse añadido: aquí callan los tres años. Pero el cuerpo no estaba en el sarcófago; una nota al pie decía:

«El cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en el año 23, y allí por descuido cayó al mar».

Y otra añadía, más moderna sin duda: «Y resucitó al tercero día».

Más allá: ¡Santo Dios!, «Aquí yace la Inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de vejez». Con todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no la habían puesto, o no se debía de poner nunca.

Alguno de los que se entretienen en poner letreros en las paredes había escrito, sin embargo, con yeso en una esquina, que no parecía sino que se estaba saliendo, aun antes de borrarse: «Gobernación». ¡Qué insolentes son los que ponen letreros en las paredes! Ni los sepulcros respetan.

¿Qué es esto? ¡La cárcel! «Aquí reposa la libertad del pensamiento.» ¡Dios mío, en España, en el país ya educado para instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel célebre epitafio y añadí involuntariamente:



Aquí el pensamiento reposa,


en su vida hizo otra cosa.




Dos redactores del Mundo eran las figuras lacrimatorias de esta grande urna. Se veían en el relieve una cadena, una mordaza y una pluma. Esta pluma, dije para mí, ¿es la de los escritores o la de los escribanos? En la cárcel todo puede ser.

«La calle de Postas», «la calle de la Montera». Éstos no son sepulcros. Son osarios, donde, mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la buena fe, el negocio.

Sombras venerables, ¡hasta el valle de Josafat!

Correos. «¡Aquí yace la subordinación militar!»

Una figura de yeso, sobre el vasto sepulcro, ponía el dedo en la boca; en la otra mano una especie de jeroglífico hablaba por ella: una disciplina rota.

Puerta del Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepulcro sino de mentiras.

La Bolsa. «Aquí yace el crédito español». Semejante a las pirámides de Egipto, me pregunté, ¿es posible que se haya erigido este edificio sólo para enterrar en él una cosa tan pequeña?

La Imprenta Nacional. Al revés que la Puerta del Sol, éste es el sepulcro de la verdad. Única tumba de nuestro país donde a uso de Francia vienen los concurrentes a echar flores.

La Victoria. Ésa yace para nosotros en toda España. Allí no había epitafio, no había monumento. Un pequeño letrero que el más ciego podía leer decía sólo: «¡Este terreno le ha comprado a perpetuidad, para su sepultura, la junta de enajenación de conventos!»

¡Mis carnes se estremecieron! ¡Lo que va de ayer a hoy! ¿Irá otro tanto de hoy a mañana?

Los teatros. «Aquí reposan los ingenios españoles.» Ni una flor, ni un recuerdo, ni una inscripción.

«El Salón de Cortes». Fue casa del Espíritu Santo; pero ya el Espíritu Santo no baja al mundo en lenguas de fuego.



Aquí yace el Estatuto,


vivió y murió en un minuto.




Sea por muchos años, añadí, que sí será: éste debió de ser raquítico, según lo poco que vivió.

«El Estamento de Próceres.» Allá en el Retiro. Cosa singular. ¡Y no hay un Ministerio que dirija las cosas del mundo, no hay una inteligencia previsora, inexplicable! Los próceres y su sepulcro en el Retiro.

El sabio en su retiro y villano en su rincón.

Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro: una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba.

No había «aquí yace» todavía; el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a la vista ya distintamente delineados.

«¡Fuera –exclamé– la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia!» Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de 1836.

Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.

¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! «¡Aquí yace la esperanza!»

¡Silencio, silencio!

El Español, n.º 368, 2 de noviembre de 1836.



16 octubre, 2010

UN DIÁLOGO DE SOMBRAS

El amor, en su dimensión platónica, me afecta
al espíritu. Analizo sus implicaciones, el éxtasis interrumpido
en el instante de la contemplación, el recorrido místico
entre emoción y reflexión. Pese a ello, ¿será ese, de hecho,
el verdadero concepto del amor? Porque, al leer
a los clásicos, no encuentro más que errores
en el anacronismo de las épocas. ¿Qué sería el sentimiento
para un hombre de la Antigüedad? ¿Por qué habían de luchar
griegos y troyanos si no hubiese estado en juego el cuerpo
de una mujer, aunque otros intereses, de acuerdo
con la teoría de Marx, los hubiesen empujado a unos contra otros?
¿Y qué hacían en medio de todo esto los efebos socráticos,
los guerreros espartanos con sus amigos, y todas
las palabras de hombres y mujeres en las tragedias recitadas
en anfiteatros barridos por los vientos del Mediterráneo? Hipólito,
Antígona, Edipo, bacantes y sibilas, intercambiando imprecaciones
y argumentos... Yo, no obstante, sentado en un muro que da
al acantilado, mientras la corriente empuja a las gaviotas
hacia alta mar, evoco mis amores platónicos. Todas
esas que he guardado en la memoria, para que habitasen poemas
y versos, se juntan ahora en esta tarde de calor, y me preguntan
por qué he limitado el amor a la inacción del alma. Sus imágenes
vacilan con la tarde, como si el sol las abandonase; y
les doy la sonrisa triste de las higueras muertas, para que la lleven
hacia sus túmulos de sombra. El amor, les digo, no es
el abrazo mental que ningún remordimiento resucita; y
el silencio de este día de verano, frente al mar, os aparta
de mí. Mientras, a cada una de vosotras, os amé; y
si os olvido es porque pienso en la teoría platónica, y la
cuestiono, abandonando la caverna donde viví
con vosotras. Aquí, al sol, aunque sea este sol del fin
del día, es otro mi amor. Helena, Dido, Eurídice,
las más heridas de las mujeres amadas, y también otras,
Laura, Beatriz, Margarita, las que dejaron su nombre
en el corazón del canto, ocupan vuestro lugar -oh amigas
desencontradas- y es con ellas con quienes hablo de Platón,
para ver si llegamos a una conclusión.


poema de Nuno Júdice

Traducción: Jesús Munárriz


(Influencia publicada en este blog el 16 de octubre de 2010)



Nuno Júdice nació en Algarve, Sur de Portugal, en 1949. Poeta, narrador, ensayista, dramaturgo, editor profesor universitario y diplomático. Realizó estudios de Filología romana. Ha publicado doce libros de poesía, seis de ficción, y varios volúmenes de ensayo. Fue el primer poeta portugués en ser editado en Francia por la prestigiosa editorial Gallimard. En 1973 ganó el Premio Neruda y en 1995, el gran Premio de Poesía de la Asociación de Escritores Portugueses. Se desempeñó como Agregado Cultural de Portugal en París. Fundador y director de la revista de Poesía Tabacaria. Algunas de sus obras, traducidas al francés son Jeu de reflets (Juego de reflejos), con pinturas de Manuel Amado, Paris, Chandeigne, 2001; Lignes d’eau (Líneas de agua), Fata Morgana, 2000; Traces d’ombre (Trazos de sombra), traducido por Geneviève Leibrich, Paris, Métailié, 2000; Un chant dans l’épaisseur du temps (Un canto en el espesor del tiempo) seguido de Méditation sur les ruines (Meditación sobre las ruinas), Gallimard, 1996; Voyage dans un siècle de littérature portugaise (Viaje en un siglo de Literatura Portuguesa), Bordeaux, l’Escampette, 1993.

09 octubre, 2010

delgada línea

La calle es estrecha
y gime como un parto,
desde la noche fresca
se abre paso la lluvia,
cruje fuera una luz
que se hace más leve en la estancia.

Ve allí,
rompe fronteras,

muerde el recuerdo aquel
que te dejó pensando.
Todo es salvaje azar,
valor ajado, atrevimiento.

Se te escapa una brisa
como roce soñado
de piel que ya no existe,
se te escapa una pena en el viento,
no tiene identidad
la flor de tus derroches.

Cargas con la sombra
de un tiempo detenido
que jamás regresa,
todo se pierde o corre
hasta caer rendido
en pasto de leyenda.

Más allá de los hombres lo esperas,
como un rayo sordo,
en esa delgada línea
que separa la muerte del olvido.



© 2010 José Antonio Pamies

04 octubre, 2010

sin título

Ser transparente nube,
leve espiral de paso,
anidar en la altura
y caer sobre esta misma hierba,
como lluvia que moja
un deseo en el olvido.

03 octubre, 2010

HIPERIÓN A BELARMINO

A veces, sin embargo, se dejaba sentir todavía en mí una fuerza espiritual, aunque sólo con afanes de destrucción.

¿Qué es el hombre?, podía ser el comienzo de mi razonamiento; ¿cómo sucede que haya algo así en el mundo que, como un caos, fermenta y se pudre igual que un árbol seco y nunca se desarrolla hasta la madurez? ¿Cómo permite la naturaleza que exista este agraz entre sus dulces uvas?


Se dirige a las plantas diciéndoles: ¡yo también fui un día como vosotras!, y a los astros puros: ¡quiero ser como vosotros, en otro mundo! Mientras tanto se desgarra en pedazos y ejerce de vez en cuando sus artes consigo mismo como si pudiera volver a juntar lo vivo una vez que ya se ha disuelto, como si se tratara de una obra de albañilería; pero tampoco le desconcierta que nada mejore gracias a su actuación; lo que hace, pasa siempre por ser una prueba de su habilidad.


¡Ah, pobres de vosotros los que sentís todo esto, los que tampoco gustáis de hablar del destino humano, los que os sentís también cada vez más atrapados por la nada que reina sobre nosotros, fundamentalmente convencidos de que nacemos para nada, de que amamos una nada, creemos en nada, nos esforzamos por nada, para hundirnos poco a poco en la nada...! ¿qué puedo hacer si os flaquean las rodillas cuando pensáis seriamente en ello? Porque yo también me he hundido muchas veces en estos pensamientos y he gritado: ¿por qué llevas el hacha a mis raíces, espíritu cruel? y todavía estoy aquí.


Antiguamente, mis sombríos hermanos, era distinto. Sobre nosotros estaba la belleza y la alegría; estos corazones desbordaban a la vista de los lejanos fantasmas de dicha, y audaces y regocijados, se elevaron también nuestros espíritus y traspasaron la barrera; y cuando miraron a su alrededor, ¡ay!, sólo había un vacío infinito.


¡Oh!, a veces caigo de rodillas y mis manos se retuercen e imploran no sé a quien que cambie mis pensamientos. Pero no puedo acallar los gritos de la verdad. ¿No me he convencido por mí mismo ya dos veces? Cuando contemplo la vida, ¿qué es lo último de todo? Nada. Cuando me elevo en el espíritu, ¿qué es lo más elevado de todo? Nada.


¡Pero cálmate, corazón! ¡Estás desperdiciando tus últimas fuerzas! ¿Tus últimas fuerzas? ¿Y tú, tú quieres asaltar el cielo? Pues ¿dónde están tus cien brazos, Titán, dónde tu Pelión y tu Osa, tus escalas para asaltar el castillo del padre de los dioses, para que subas y derribes al dios mismo y la mesa de los dioses y todas las cumbres inmortales del Olimpo, y prediques a los mortales: "¡Quedaos abajo, hijos del instante, no os esforcéis por subir a estas alturas, porque aquí arriba no hay nada!"


Puedes dejar de considerar lo que otros prefieren. A ti te vale tu nueva doctrina. Si sobre ti y ante ti no encuentras más que el vacío y el desierto, es porque en tu interior no hay más que vacío y desierto.


Si vosotros, los demás, sois más ricos que yo, bien podríais también ayudar un poco.


Si vuestro jardín está tan lleno de flores, ¿por qué no me alegra su perfume a mí también?... Si estáis tan llenos de divinidad, tenéis de sobra para darme a beber. En las fiestas, nadie carece de nada, ni siquiera el más pobre. Pero sólo hay alguien que celebre su fiesta entre vosotros, y es la muerte.


La necesidad, la angustia y la noche son vuestras dueñas. Ellas os separan u os obligan a juntaros, a palos. Al hambre le llamáis amor, y allí donde no veis nada, allí moran vuestros dioses. ¿Dioses? ¿Amor?


Sí, los poetas tienen razón, no hay nada, por pequeño e insignificante, con lo que no sea posible el entusiasmo.


Así pensaba yo entonces. Todavía no comprendo como nacieron en mí tales pensamientos.



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Friedrich Hölderlin


Exquisita traducción de Jesús Munárriz