10 marzo, 2007

¿figura de lenguaje o figura de pensamiento?

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Hay que trazar, entonces, una distinción entre un arte significante y liberador, a saber, el arte de aquellos que en sus cumplimientos están celebrando a Dios, la Persona de Oro, a la vez en Sus dos naturalezas, inmanente y trascendente, y el arte que está “coloreado por la pasión mundanal” y que “depende de los estados de ánimo”. El primero es el arte de la “vía” que lleva directamente al fin de la senda, el segundo es un arte “pagano” y excéntrico que vaga en todas direcciones, imitando todo.

Si las doctrinas ortodoxas transmitidas por Platón y el oriente no son convincentes, si debido a nuestra generación sentimental, en la que el poder del intelecto se ha pervertido tanto por el poder de la observación que nosotros ya no podemos distinguir entre la realidad y el fenómeno, entre la Persona en el Sol y su cuerpo visible, o entre la luz increada y la luz eléctrica, nosotros no seremos persuadidos “aunque uno resucitara de entre los muertos”. Sin embargo, espero haber mostrado, de una manera que puede ser ignorada pero que un puede ser refutada, que nuestro uso del término “estética” nos impide también hablar del arte como perteneciendo a las “cosas más elevadas de la vida”, o a la parte inmortal de nosotros; que la distinción entre arte “fino o bello” y arte “aplicado”, que corresponde a la manufactura del arte en estudios y a la industria sin arte en las factorías, da por establecido que ni el artista ni el artesano serán un hombre completo; que nuestra libertad para trabajar o morirnos de hambre no es una libertad responsable, sino sólo una ficción legal que oculta una servidumbre de hecho; que nuestra ansia de un estado del ocio, o un estado del bienestar, que ha de ser obtenido por una multiplicación de inventos ahorradores de trabajo, ha nacido del hecho de que la mayoría de nosotros estamos haciendo trabajos forzados, trabajando en empleos a los que nunca podríamos haber sido “llamados” por ningún otro maestro que el vendedor; que los poquísimos felices de nosotros cuyo trabajo es una vocación, y cuyo estatuto es relativamente seguro, no aman nada mejor que su trabajo y difícilmente pueden ser apartado de él; que nuestra división del trabajo, el “fraccionamiento de la facultad humana” de Platón, hace del trabajador una parte de la máquina, incapaz siempre de hacer o de cooperar responsablemente en le hechura de una cosa entera; que, en último análisis, la presunta “emancipación del artista”, no es nada sino su escapada final de toda obligación hacia el Dios dentro de él, y su oportunidad para imitarse a sí mismo o a cualquier otra arcilla común sólo en lo peor; que toda auto-expresión volitiva es auto-erótica, narcisista, y satánica, y que cuanto más desarrollada está su cualidad esencialmente paranoica, es tanto más suicida; que, si bien nuestra invención de innumerables comodidades, ha hecho nuestra innatural manera de vivir en grandes ciudades, tan soportable que no podemos imaginar lo que sería estar sin ellas, sin embargo, queda el hecho de que ni siquiera el multimillonario es suficientemente rico como para encargar obras de arte tales como las que se conservan en nuestros museos, pero que fueron hechas originalmente para hombres de medios relativamente moderados, o, bajo el patronazgo de la iglesia, para Dios y todos los hombres; y queda también el hecho de que el multimillonario tampoco puede ya enviar a nadie a los rincones de la tierra, a por los productos de otras cortes o las obras más humildes del pueblo, pues todas estas cosas han sido destruidas, y sus hacedores reducidos a ser los proveedores de las materias primas para nuestras factorías, por todas partes donde nuestra influencia civilizadora se ha dejado sentir; en resumen, la operación que nosotros llamamos “progreso” ha sido todo un éxito, pero el paciente llamado hombre ha sucumbido.

Así pues, admitamos que la mayor parte de lo que se enseña en los departamentos de bellas artes de nuestras universidades, todas las psicologías del arte, todas las obscuridades de las estéticas modernas, son sólo otras tantas verborreas, sólo un tipo de defensa que impide nuestra comprensión del arte saludable, al mismo tiempo iconográficamente verdadero y prácticamente útil, que en otros tiempos podía obtenerse en la plaza del mercado o de algún buen artista; y que mientras que la retórica que no mira por nada sino de la verdad es la regla y el método de las artes intelectuales, nuestra estética no es nada sino una falsa retórica, y una adulación de la flaqueza humana por cuyo medio nosotros sólo podemos apreciar las artes que no tienen ningún otro propósito que complacer.

Toda la intención de nuestro arte pude ser sólo estética, y nosotros podemos querer que ello sea así. Pero, como quiera que sea, nosotros pretendemos también a una disciplina científica y objetiva de la historia y apreciación del arte, en la que tenemos en cuenta no sólo el arte contemporáneo sino también la totalidad del arte desde el comienzo hasta ahora. Es en este terreno donde arrojaré una pequeña advertencia: no es con estética, sino sólo con retórica, como nosotros podemos esperar comprender e interpretar las artes de otros pueblos y de otras edades que no sean la nuestra. Les prevengo que nuestras presentes carreras universitarias en este campo, encarnan una falacia patética, y son cualquier cosa excepto científicas en ningún sentido plausible.


Y ahora, finalmente, en el caso de que ustedes se quejen de que he estado indagando en fuentes muy anticuadas (y qué otra cosa podía hacer, puesto que todos nosotros somos “tan jóvenes” y “no poseemos una sola creencia que sea antigua y derivada de una tradición vieja, ni tampoco una ciencia que haya encanecido con la edad”) permítaseme concluir con un eco muy moderno de esta antigua sabiduría, y decir con Thomas Mann que “amo pensar –sí, siento la certeza- de que está viniendo un futuro en el que nosotros condenaremos como magia negra, como el descerebrado e irresponsable producto del instinto, todo arte que no está controlado por el intelecto”.

De Ananda K. Coomaraswamy

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