03 marzo, 2006

“Cuando Miguel Hernández murió...”

Texto de Javier Lostalé

Cuando Miguel Hernández murió en la enfermería de la cárcel de Alicante, hace ahora sesenta y un años sus ojos no pudieron cerrarse. El forense que certificó su muerte fundamentó la imposibilidad de cerrarlos en un “síndrome típico de hipertiroidismo con sus fases de terror, con tríada de fijeza, insistencia y esplendor de la mirada”. Síntomas psíquicos puestos de manifiesto en su producción literaria: viveza mental y emotividad exagerada. “Este certificado que transcribe el Teniente Fiscal de la Audiencia de Alicante, Miguel Gutiérrez Carbonell, en su libro Proceso y expediente contra Miguel Hernández, ilumina, más allá de su muerte, el poder generador de la poesía del autor de Viento del Pueblo. Sus ojos permanecieron abiertos como sus versos, injertados pronto en un dolorido amanecer que fluyó íntimo y colectivo a través de una de las obras más desnudamente emocionantes de este siglo. Emoción destilada por “un corazón en el que arraiga solitariamente todo” (según leemos en uno de los poemas de Cancionero y romancero de ausencias), sin que nada se marchite en su propio calvario interior: al contrario, el pulso de cada una de sus heridas florece en el excavado vientre de Josefina, su esposa, y en el humus de los besos donde la boca se hunde en búsqueda del centro de la vida. Y la pasión no sucede nunca sola, sino que en su maleza de relámpagos ya alienta el hijo: “No te quiero a ti sola,/ te quiero en trascendencia,/ y en cuanto de tu carne descenderá mañana”, dice Miguel Hernández. Poesía fértil la del poeta de Orihuela. Escritura seminal en cada una de sus voces: la imaginativa y barroca de “Perito en lunas”, que como un juego mueve las palabras hasta hallarle el hueso a la realidad. La enajenada de El rayo que no cesa, que “llena de voltaje los modelos clásicos” –como afirma Leopoldo de Luis- y se nutre del ciclo doble de la naturaleza y la mujer. Voz nada platónica, en la que la tempestad amorosa arriba siempre en la playa de un cuerpo. La voz trasminada de pueblo, manchada de su “misma leche”, de “Viento del pueblo”. Voz dinamitada por el corazón de un esposo soldado que quiere así, en orales expresiones puras, hacerse sangre de todos. Voz oscura luego, sin oxígeno, enemiga, de El hombre acecha. Escritura seminal en cada uno de los libros de Miguel Hernández que alcanza su cima en el Cancionero y romancero de ausencia, donde el dolor acumulado, sin frontera entre lo íntimo y lo colectivo, la respiración moral del poeta, encuentra en sus raíces campesinas y en el cancionero popular murciano (como señala muy bien José Carlos Rovira) su voz más honda y transparente, la que funde vida, amor y muerte, mientras se afirma en sus “troncos de soledad” y se despeña por “barrancos de tristeza”. Voz embarazada por la ausencia de su hijo y el seco manantial del pecho materno; embarazada, pues a pesar del horizonte de tinieblas “a la luna venidera el mundo se vuelve a abrir”. Poeta de la fertilidad es Miguel Hernández, capaz de domeñar furia y emoción con un lenguaje cultivado como una planta, con sonido de cereal y celo. Poeta de la fertilidad por su cosmovisión, alimentada por la fuerza telúrica de Neruda y Aleixandre. Poeta generador de firmamentos dentro del espacio pequeño de un beso. Rayo vertical y horizontal en cruz de ser. Rayo que no cesa, Miguel Hernández, muerto por agotamiento a las cinco y media de la mañana de un veintiocho de marzo de 1942. Hora desde entonces convertida en placenta de un eterno amanecer.

1 comentario:

@Igna-Nachodenoche dijo...

(...) "Besarse a la luna,
mujer, es besarnos
en toda la muerte:
descienden los labios,
con toda la luna
pidiendo su ocaso,
del labio de arriba,
del labio de abajo,
gastada y helada
y en cuatro pedazos.

Miguel Hernandez.
¿Que sería de nosotros sin haber leído algo de su obra?