22 julio, 2008


Aquel verano lo pasamos en la ciudad. Había sido un año de escasez y el presupuesto no nos daba para viajar o pasar una temporada en la costa. Ágata tenía razón: las cosas no salen siempre como uno imagina, no somos seres aislados ajenos a todo lo que sucede alrededor. Días después nos comunicaban que su madre, una mujer viuda que vivía a las afueras, tenía las horas contadas a causa de un cáncer en estado avanzado. Supe entonces que las vacaciones habían terminado para nosotros. A las pocas semanas de la noticia discutimos sobre la posibilidad de que Sole, así se llamaba su madre, se trasladara a nuestro apartamento. A mí me pareció una idea nefasta que no me atreví a manifestar abiertamente. El hospital quedaba cerca y ella era su única hija, de modo que no tenía ninguna razón para oponerme que no se pareciera a la rabieta de un niño malcriado.

Aquel verano lo pasamos en casa. Ágata cuidaba de su madre enferma como si se tratara del bebé que jamás nos atrevimos a tener. Yo mientras tanto ordenaba las estanterías de libros intentando olvidar una ciudad con los termómetros a 39 grados.

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