Aquel día era el segundo en que me venía ese recuerdo en tan sólo una semana, no estoy completamente seguro si se trataba de un recuerdo o si era más bien una pesadilla, en circunstancias así es difícil mantener una pauta constante tanto en la atención de la memoria como en la disciplina creativa que aquel proyecto me exigía. A. se levantaba con el pelo revuelto y me miraba cariñosamente después de andar unos pasos hasta la barra plegable que nos servía de mesa en todas las comidas, seguidamente volvía de nuevo hacia la cama donde la esperaba con esa extraña y bella sensación que sólo en determinados instantes se desata en nosotros como un ideal puro del deseo, sentada en un borde del colchón me acariciaba el brazo con ternura, en ese momento yo cerraba los ojos, no sentía el dolor pero algo como un cuchillo atravesaba mi pecho y la sangre brotaba incesante, derramándose con lentitud por toda la colcha.
Era ya la segunda vez que aquello me sucedía, despertaba tembloroso y sudando como un cubito que lentamente se derrite, el frío era insoportable, tenía que salir al pequeño balcón con un cigarro entre los dientes, me fijaba en los niños que abajo jugaban felices, tan inconscientes como esa paloma que picaba con impaciencia algunos restos de comida, luego miraba el cielo, opaco, con extraños nubarrones aplacando la luz, definitivamente este verano no iba a ser bueno, me venían al encuentro como golpes otros períodos más felices de mi vida, por las mismas fechas, sentado en el acantilado junto a L., buceando en el fondo de este mar que lentamente se apoderaba del olvido, rebuscando conchas y piedrecitas entre la blanca arena, sentados frente a frente juntábamos nuestros descalzos pies y nos susurrábamos barbaridades… pero de aquello hacía ya una eternidad, quizá lo estuviera reproduciendo de una forma distorsionada, el cigarrillo seguía consumiéndose entre mis labios apretados, la ceniza iba cayendo sobre el techo de una furgoneta negra, yo jugaba con la idea de lanzarme tras ellas y caer desplomado, una muerte más merecida que la de aquella horrible pesadilla sin duda, sonreía medio loco y medio asustado, luego me metía para adentro y esperaba a que A. regresara para contarme sus estupideces, me pasaba horas estudiando la manera de rogarle un simple abrazo, estaba desconsolado, cuando oía la puerta ya no tenía fuerzas ni siquiera para dirigirle una mirada, una palabra, rotundamente había asumido aquello que le advertí “déjame espacio, necesito mi tiempo, tengo un montón de ideas ya verás, déjame solo, corre a divertirte y olvídame por una temporada”, no podía saber que me iba a acabar sintiendo de esta manera, en cierto modo era el culpable de mi propia situación, aquello empezó a generar un odio incontrolable hacia la que en otro tiempo fuera mi mejor amiga y amante, la misma mujer con la que tanto había compartido, la misma que ahora ni siquiera me miraba al cruzar hacia la habitación que decoramos juntos, todo había sido un error de mi parte, poco a poco el silencio iba alimentando un rencor insaciable contra el que intentaba luchar inútilmente, cenizas y lágrimas empezaron a inundar así el ritmo de todos los atardeceres.
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