Era mediados de Enero y Manolo estaba cambiando de vida. La única diferencia era que esta vez ya no bebía ni fumaba marihuana. Acababa de salir de un centro de rehabilitación y se dirigía a su casa tras seis duros meses de internamiento voluntario. Pero durante ese tiempo su hijo se había largado con una chica y a su mujer se le había metido otro hombre en la cabeza. Cuando llegó, abrió la puerta y Susan le recibió con un cálido abrazo. Después de la primera emoción, salió a recoger leña a las afueras de la ciudad. Luego se puso a preparar el fuego mientras Susan hacía chocolate, estaba feliz a pesar de la ausencia del hijo. El primer tronco comenzó a prender cuando llamaron a la puerta. Pasaron unos minutos y se acomodaron juntos cerca del fuego, Manolo se frotaba las manos mientras ella le iba contando todo lo sucedido en aquellos meses. Era previsible lo de su hijo. Luego le contó lo de Roberto, que tenía que abandonar aquella casa, que había una orden de alejamiento y que le quería. Aquella noche estuvieron conversando hasta bien entrada la madrugada, hicieron el amor en el sofá, luego se quedaron dormidos hipnotizados por el resplandor de las últimas brasas.
Se levantó de la mesa y pagó las tres cervezas que acababa de engullir, recogió su mochila, compró un cartón de Ducados y se dirigió hacia la terminal 4. En el vagón estuvo echándole un vistazo a los anuncios del periódico, había uno de un tal Eduardo que alquilaba una habitación por un módico precio en su propio apartamento, llamó sin pensarlo. Luego se reclinó el asiento y soñó con plantas de marihuana. El tren llegó a su destino, era una pequeña ciudad desconocida llamada Eforia, al sureste de la península. Revisó la dirección del apartamento, andó como un kilómetro y llamó a la puerta. Hola, venía por la habitación. Entraron en casa, el tal Eduardo tenía una acusada cicatriz en el ojo derecho que hacía que éste parpadeara con frecuencia. La casa era pequeña, el salón estaba bien amueblado con una tele vieja y una encimera plegable que servía de mesa para las comidas, una mujer entrada en carnes le iba explicando todo sobre la casa y algunas pequeñas costumbres de los horarios que mantenían tanto ella como Eduardo, se llamaba Bea. "Esta es nuestra habitación y aquí al lado está el cuarto que hemos decidido alquilarle, es la primera vez que lo hacemos, necesitamos algo de dinero extra."
La pareja se alejó dejando que Manolo se acomodara en aquel recinto, tiró la mochila al suelo y se sentó en un borde de la cama. Comprobó que las sábanas olían bien, en frente tenía un armario con el que se las podía apañar, sacó algunos chismes de su bolsillo y los dejó caer sobre la mesilla que había a su derecha. Luego se echó un rato, contemplaba el techo tranquilamente, pensaba en su vida de ahora y en lo que vendría después, en el techo se dibujaban los reflejos ocres del anochecer, dobló el cuello y observó que había una pequeña ventana que daba a la ciudad, las altas chimeneas de las fábricas extendían su vómito de humo por todo el cielo, Manolo sacó una especie de diario y escribió: 20:30, ventana diminuta, vida en gris no tardará en volverse noche.
Se levantó de la mesa y pagó las tres cervezas que acababa de engullir, recogió su mochila, compró un cartón de Ducados y se dirigió hacia la terminal 4. En el vagón estuvo echándole un vistazo a los anuncios del periódico, había uno de un tal Eduardo que alquilaba una habitación por un módico precio en su propio apartamento, llamó sin pensarlo. Luego se reclinó el asiento y soñó con plantas de marihuana. El tren llegó a su destino, era una pequeña ciudad desconocida llamada Eforia, al sureste de la península. Revisó la dirección del apartamento, andó como un kilómetro y llamó a la puerta. Hola, venía por la habitación. Entraron en casa, el tal Eduardo tenía una acusada cicatriz en el ojo derecho que hacía que éste parpadeara con frecuencia. La casa era pequeña, el salón estaba bien amueblado con una tele vieja y una encimera plegable que servía de mesa para las comidas, una mujer entrada en carnes le iba explicando todo sobre la casa y algunas pequeñas costumbres de los horarios que mantenían tanto ella como Eduardo, se llamaba Bea. "Esta es nuestra habitación y aquí al lado está el cuarto que hemos decidido alquilarle, es la primera vez que lo hacemos, necesitamos algo de dinero extra."
La pareja se alejó dejando que Manolo se acomodara en aquel recinto, tiró la mochila al suelo y se sentó en un borde de la cama. Comprobó que las sábanas olían bien, en frente tenía un armario con el que se las podía apañar, sacó algunos chismes de su bolsillo y los dejó caer sobre la mesilla que había a su derecha. Luego se echó un rato, contemplaba el techo tranquilamente, pensaba en su vida de ahora y en lo que vendría después, en el techo se dibujaban los reflejos ocres del anochecer, dobló el cuello y observó que había una pequeña ventana que daba a la ciudad, las altas chimeneas de las fábricas extendían su vómito de humo por todo el cielo, Manolo sacó una especie de diario y escribió: 20:30, ventana diminuta, vida en gris no tardará en volverse noche.
2 comentarios:
Me gusta el toque "beat". Igual me equivoco, pero me recuerda a los Kerouac y demás (aunque más cuidado en estilo).
Nada, dejarte un saludito, aquí tienes un nuevo lector, espero que nos sigas deleitando con estas "Crónicas desde una ventana gris". Me parece un buen comienzo, me he quedado con ganas de seguir leyendo (y lo seguiré haciendo si sigues con ello).
Un saludo
Te sigo leyendo, con atención.
Un saludo veraniego desde Pragajoz.
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